lunes, 2 de febrero de 2009

'EL POBRE DE LOS JUEVES', por Pablo Barrio


EL POBRE DE LOS JUEVES

Hacía muchos años que no visitaba el pueblo que me vio nacer. Los avatares de la vida me alejaron de él. Ahora, viviendo ya más cerca, el gusanillo y el recuerdo, agregado a la querencia que siempre se tiene hacia donde se pasó la infancia, me indujeron aquel día a coger el coche y acercarme hasta allí. Nunca sospeché el estado de abandono en que todo el pueblo estaba. Ya me habían dicho que estaba deshabitado. Pero yo, en mi intento gozoso por rememorar tiempos pasados, a fuerza de quitar la maleza que me salía a cada paso y más que nada por intuición, logré dar con la casa en que había vivido. Mejor dicho, con lo que de ella quedaba pues, si bien aún conservaba las cuatro paredes en pie; el tejado medio hundido me hizo sospechar que el interior sería una auténtica ruina.

Hacía un calor infernal, y el cansancio desde la carretera hasta aquellas ruinas, todo cuesta arriba, estaba haciendo mella en mí. Me tumbé sobre la hierba seca a la sombra de aquel árbol viejo, al que tantas veces me subí de niño, notando al poco rato un sopor dulce que, acompañado del piar de los pájaros, invitaba a la ensoñación de aquellos años infantiles.

Recordé somnoliento y ya medio dormido, que en aquel mismo sitio se aposentaba, sobre todo en verano a descansar, el pobre de los jueves. No faltaba ninguno. Y si por casualidad una semana no venia, por lo que fuese, en casa se comentaba si acaso estuviese enfermo. Se le tenía especial deferencia quizá porque aunque era joven, estaba tullido y renqueaba bastante al andar. Nunca dijo, ni siquiera a mi tía Faustina que le tenía mucho aprecio, el motivo por el cual se hallaba en aquel estado. Pero sí le dijo que si pedía limosna era porque no le querían para trabajar en ninguna parte, y tenía que vivir de algo. También le dijo que pensaba aprender el oficio de sastre, que para ese trabajo sí valía. Se establecería y dentro de unos años se haría rico.

Mi tía Faustina le sacaba todos los jueves una media hogaza de pan, en la que había metido un buen trozo de tocino, y lo que buenamente pudiese de lo que teníamos aquel día para comer en casa, junto con una botella de vino para que, según decía, anduviese mejor por el camino. Mi madre se hacía la tonta y, aunque no decía nada a su hermana, bien sabía que había puesto más comida de la que luego encontraba. En el fondo la gustaba que le diese de comer al pobre de los jueves. Aunque tampoco a nosotros nos sobraba nada en aquel entonces.

Con un suspiro lleno de melancolía, no pude por menos de exclamar a viva voz: “¡Pero qué tiempos aquellos!...”. Y sin apenas darme cuenta, lo mismo exactamente volví a oír a una voz ronca y profunda: “¡Pero qué tiempos aquellos!...”. Miré rápidamente hacia el lugar de donde procedía aquella voz, y no ví sino la pared de mi casa en ruinas. Temiendo que tal vez algún indeseable maleante o ladrón anduviese merodeando por el lugar, grité con todas mis fuerzas:
—“¡Quien anda por ahí!”
—“Nadie, no hay nadie. Soy yo”—, me contestó la voz.
—“Y ¿quién eres tú?”.
—“No te asustes. Soy tu casa de siempre. Me alegro mucho de verte. Yo también siento nostalgia de aquellos tiempos. Tan llenos de vida…”
—“¡Sal ahora mismo cobarde, y da la cara! ¡No me harás creer que habla una casa!”.
—“Es que tu antigua casa está encantada. Mira; observa las grietas de mis muros. Verás, si bien te fijas, que parecen sonrisas que me salieron de la alegría de verte”.

Hice lo que aquella voz decía y, a pesar mío, he de reconocer que no mentía... Los muros a punto de caerse…sonreían.
—“Y recordaste a mi amigo, el pobre de los jueves. Yo sé su historia y la de tu tía Faustina, que le
socorría y le daba su amor cuando podía, igual en verano que en invierno, lo mismo de noche que de día…”.
—“¿Qué quiere decir con eso?”.
—“Pues que tu tía Faustina estaba enamorada del pobre de los jueves, por supuesto”.
—“Era buena mi tía; era muy buena. ¿Qué tienes que decir en contra de ella?”.

Mi rabia era infinita; incontenible. Aquella casa en ruinas, si es que hablaba, no podía mancillar el nombre de mi tía. No lo consentiría.
—“Yo nada en absoluto, desde luego. Es más, añoro su recuerdo. Ella nos limpiaba en el otoño las hojas muertas que del árbol caían, pues sabía que a éste le dolía verlas a sus pies habiendo estado vivas en su cuerpo. Pero el amor de Faustina por el pobre era sincero, y él le correspondía siempre, de la mejor manera que podía. Yo sé toda la historia. Tanto la del pobre de los jueves, como la de tu tía”.

Yo, sin quererlo a veces, miraba la sonrisa que en sus muros había. Sería lo más probable que no tardando mucho, aquella vieja casa parlanchina, se derrumbase totalmente, y luego ¿quién iba a contar la historia del pobre y de mi tía? Le animé a aquella voz a que me relatara todo lo que sabíasobre lo acontecido desde mi partida, en aquella morada que, por estar muy lejos, abandonado había.
—“Fui testigo mudo de los aconteceres. El pobre le dijo un día a tu tía, que ya no volvería hasta que no tuviese y pudiese ofrecerle la vida que ella se merecía. Apenas quedaban en el pueblo ya vecinos. Cada uno se había ido, como tú, buscando su destino. No pudiste venir al entierro de Faustina, lo sé, estabas lejos y… total… para un día… Tampoco vino el pobre de los jueves, que no lo supo hasta que volvió, tal como prometió a tu tía, hecho todo un señor, y todo un sastre. Nadie quedaba ya en el pueblo. Se metió dentro de mí y me encontró vacía...”
—“Pero, entonces —acerté a decir yo— cuando murió mi tía, ya el pobre de los jueves no venía…”
—“O yo no sé expresarme, o tus flojas entendederas pretenden enredarme. Te repito que le dijo al despedirse que no volvería hasta no ser un sastre… Y cuando lo hizo ya fue demasiado tarde. ¿Qué? ¿prosigo con la historia o ya no te interesa?”.

Yo estaba anonadado, pero la voz que salía de los muros rajados y llenos de maleza de aquella casa vieja me tenía intrigado, por lo que dije, sin saber exactamente a quien me dirigía:
—“Claro que me interesa. Toda esa historia es mía. Quiero saber hasta el último detalle, tanto sobre el pobre de los jueves como sobre mi tía”.
—“Ya hay poco que contar, si no, te lo diría. Solo que al pobre lo ví llorar sobre la tumba de Faustina, y que echó a andar ladera abajo sin pararse, volviendo alguna vez la vista atrás como desafiante. De tu tía te diré que pudo morir de amores, al ver que no daba ninguna señal el pobre de los jueves. Yo me quedé sola, viendo como mis muros y mi alma envejecían, se llenaban de malas hierbas mis estancias y, mientras poco a poco me moría, recordaba aquellos buenos tiempos que ya no volverían”.

Las últimas palabras apenas las escuché con nitidez, pues la sombra del viejo árbol ya no estaba protegiéndome, y el sol, implacable, daba de lleno en mi rostro, dándome cuenta entonces de que todo mi cuerpo era un horno y que estaba sudando copiosamente. Al poco rato, medio despierto aún, tenía la sensación de que podía encontrarme, de nuevo como entonces, con mi tía Faustina y el pobre de los jueves.

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