lunes, 2 de febrero de 2009

EL TRABAJO PUEDE SER UN CUENTO, por Pablo Barrio


EL TRABAJO PUEDE SER UN CUENTO

Érase una vez un abuelo que se llamaba Anacleto, aunque todo el mundo le conocía por el abuelo Cleto. Tenía cuatro nietos. Dos niños de su hijo el mayor, un niño de su segunda hija, y una niña llamada Lucía de su hija pequeña. Se decía a sí mismo que a todos los nietos les quería por igual. Pero lo cierto es que en el fondo, y analizando sus sentimientos, admitía que se sentía más a gusto en compañía de su nieta Lucía. El motivo podía deberse a muy diversas circunstancias. El buen anciano no podía decir a cuáles, puesto que la niña, según su parecer, era un dechado de virtudes toda ella, aunque sus padres, su madre sobre todo, dijeran que era un tanto caprichosa, díscola y muy desobediente.
—”Será con ellos —pensó el abuelo Cleto—, que lo que es conmigo, es obediente y cariñosa a más no poder…”
Ya había cumplido ocho o nueve añitos, no lo sabía muy bien, a pesar de lo cual siempre que tenía ocasión estaba a su lado haciéndole mimos y carantoñas, cosa que gustaba muchísimo al abuelo Cleto. Lo mismo que cuando le decía que ella era muy buena y que no hiciese caso de lo que decían sus papás sobre lo mal que se había portado, ya que quería hacerles caso, pero siempre que a ella la hiciesen caso también, y se lo decía de una manera tan cariñosa y tan dulce, que no le quedaba más remedio que dirigirse a su mamá, que era su hija, con el objeto de que le explicase el motivo por el que había reñido a Lucía.
—“Te tiene muy engañado esta niña papá —empezó diciéndole su hija—. Contigo se muestra muy sumisa y obediente porque sabe que tú no le dices nada, y no sabes lo que hace cuando tú no estás. Esta tarde sin ir más lejos, a pesar de decirle que no saliese a jugar al patio con Merceditas sin antes terminar de hacer los deberes, en un descuido se bajó y cuando me di cuenta, miré por la ventana y estaban jugando las dos. Y lo peor es que cuando lleguen los exámenes ya veremos las notas que trae. Tú sabes que yo no la quito de salir a jugar nunca; pero antes tiene que hacer los deberes y lo que se le mande. Así que no la mimes tanto, que es muy lista y sabe bien que tanto tú como su padre la consentís todo y la estáis malcriando. Y yo sola no puedo con ella.”
Mientras su madre hablaba, el abuelo Cleto notó que a Lucía le salían los colores a la cara, por lo que ante las explicaciones dadas por su madre, optó por decirle que no le parecía nada bien ese comportamiento, por lo que tenían que hablar muy seriamente sobre el asunto. Y empezó diciendo:
—“¿Recuerdas cuando eras más pequeña que la mayoría de las noches antes de dormirte, me decías que te contase un cuento y yo te lo contaba de mil amores y te dormías? Pues ahora te voy a contar uno, que espero que te guste, pero tienes que prometerme que vas a hacer lo que diga el cuento, pues aunque se trate de un cuento, en realidad es una manera de diversión diferente a las que conoces, y que si lo haces bien te dará muchas satisfacciones. ¿De acuerdo?”.
—“Esta bien, abuelo —le contestó la niña—, pero no sé cómo voy a hacer algo de lo que diga un cuento. No lo entiendo. ¿Cómo se titula el cuento?”.
—“El título puede ser lo mismo “El cuento del trabajo” que “El trabajo no es cuento”. El caso es que empieza así:
Había una vez una niña que tendría siete u ocho años, como tu más o menos, y que casualmente se llamaba también Lucía, que algunas veces hacía pasar malos ratos a sus padres por no obedecerles, ya que prefería ir a jugar cuando tenía que hacer los deberes del colegio, y cuando su mamá la necesitaba para cualquier menester. También esa niña tenía un abuelo, que podía ser como yo también, el cual, advertido de lo mal que se portaba su nieta en alguna ocasión, un día la preguntó:
—“Oye Lucía; ¿sabes lo que es el trabajo?”.
—“Claro, no soy tan tonta; es lo que hace mi papá en la empresa donde está”.
—“Muy bien, pues mira; con ese trabajo que hace tu papá y con el dinero que gana con él, os puede mantener a toda la familia y, a ti en particular, darte todos los caprichos posibles y comprarte tantos juguetes como los que tienes en tu cuarto, entre otras muchas cosas, claro. Pero no creas que tu mamá aunque esté en casa no trabaja. Su labor es muy importante. Tiene que atender todo lo concerniente a tu papá y a ti, en cuanto a, por ejemplo, la ropa que os tenéis que poner, lavar, planchar, etc. aparte de hacer la comida para todos, limpiar la casa, y otro sinfín de quehaceres, entre los que son muy importantes también cuidar de que hagas los deberes que te mandan en el colegio, y enseñarte a ser una persona responsable y bien educada para cuando seas mayor. Pero tú también, aunque no te lo creas, haces tu trabajo, si bien a regañadientes y con gran esfuerzo, a costa de poner de muy mal humor sobre todo a tu mamá, que es la que te obliga a hacerlo. Mira: tu trabajo consiste, por lo menos hasta que seas mayor y puedas empezar a ganar dinero en alguna empresa como papá, en estudiar mucho y con mucho provecho sacando las mejores notas posibles, y sobre todo, y lo más importante, en obedecer siempre que tu mamá te mande algo, ya que nunca, tenlo bien presente, ¡nunca! te ordenará o mandará algo que no puedas hacer o que sea perjudicial para ti. Ese es todo tu trabajo. Estudiar y obedecer. No creo que sea difícil, ya que si lo haces bien, aparte de tener la satisfacción que ese mismo trabajo te proporcionará; podrás disponer de mucho más tiempo para jugar con tus amigas o con quien te apetezca, pues una vez terminado el trabajo que tu mamá te ponga, y que en este caso ella será como tu empresa, te dará cuantos permisos la solicites y con mucho gusto, ya que verá en ti a una trabajadora ejemplar.
Y el abuelo que podía ser como yo, acabó con el consabido “colorín colorado”, este cuento se ha acabado.
—¿Qué? ¿Te ha gustado Lucía?” —le preguntó el abuelo Cleto a su nieta—. No olvides que me has prometido hacer lo que decía el cuento. A ver si lo cumples.”
—“Bueno, contestó la niña, pero eso ya me lo sabía yo. Lo que pasa es que es muy difícil hacerlo. Pero te prometo que lo intentaré, abuelo.”
—“Está bien, con esa promesa me conformo de momento. A ver si conseguimos entre los dos, que tu mamá no me vuelva a decir que eres una desobediente y malcriada… Y como ya es tarde, me voy hasta dentro de unos días que volveré a veros. Un beso.”
—“Adiós, abuelo” —le dijo la niña dándole un beso que al abuelo Cleto le supo a gloria.

A los pocos días al abuelo Cleto le llamó su hija por teléfono para decirle: “Pero papá: ¿Qué es lo que la dijiste a Lucía el otro día? Está totalmente cambiada.”
—“¿Para bien o para mal?” —le contesta el abuelo.
—“Para bien, desde luego. Yo no podía creerlo. Escucha. El otro día le llamó Merceditas para que bajase a jugar como hacía siempre, y Lucía le contestó con la mayor naturalidad: “Lo siento, ahora no puedo. Estoy trabajando. Cuando termine, si me dan permiso ya bajaré.” ¿Qué te parece? Y ahora, nada más venir del colegio se va a su cuarto diciendo: “me voy a trabajar”. ¡Increíble!.”
—“Eso es estupendo, hija. Le dices de mi parte que el trabajo no es ningún cuento, y que mañana os iré a ver y a ella le llevaré un regalo.”
Cuando se vieron la nieta y el abuelo se abrazaron fuertemente, mientras la niña le decía: “Tenías razón, abuelo, el trabajo no es ningún cuento, pero gracias al cuento del trabajo he descubierto muchas cosas, y me gustan. Y además, tengo intrigadas a mis amigas, pues no comprenden nada cuando les digo que tengo que trabajar. Es una gozada. Gracias abuelo”.
Y desde entonces, Lucía se volvió mucho más estudiosa y obediente gracias al trabajo.

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